de Bruno Portillo
Marta estaba en sus días y Pablo había traído a Hitchcock. Marta sentada de copiloto, con lentes de sol negros y grandes, más peliroja, fumaba y fumaba ahogándonos a los cinco en la camioneta. Ibamos a cientocuarenta y no se podía abrir mucho la ventana. No había mucho sol, eran las diez.
–¿Para qué lo trajiste? –Marta empezó de nuevo.
–La nueva empleada se iba quedar sola en la casa. –dijo Pablo atrás de ella mientras miraba por la ventana el pantano lleno de garzas blancas y antenas de estaciones de radio.
Voltié y en la tolva se veía todas las mochilas, coolers, y a un lado el cuerpo; la tela azul del traje cruzado de sogas. Salía de la manga la mano muy blanca con el anillo de oro.
–“Pavo” ¿Dónde dijiste que se fueron tus viejos? –preguntó Samuel y seguía inclinado sobre su canguro, palpando los gordos moños de marijuana verde y perfumosa que había comprado para el fin de semana.
–A Trujillo y mi hermano a Huarmey con unas trampas horrendas. No iba dejarlo con la mujer esa, es charapa. No confío en los charapas. No les había contado, pero una vez estuve chupando con un tipo de Tingo María, jalonazo, era conocido del Petrovich. El tipo lo cabeció con doscientos cocos de unos aros para su carro. Un pendejo el charapa. Y además otra vaina.
–Qué vaina. –Pregunté.
–Esa vez en la casa de Petrovich que estábamos chupando, ya tarde bien huascas, Petrovich se quitó a comprar con el Loro y el charapa me comenzó a hablar de la Petrabitch, enfermazo. Hasta me florió que se la había tirado. Aunque fácil sí. Pero otra huevada también.
–Qué huevada. –Pregunté.
–Cuenta bien pe “Pavo”, aburres. –Dijo Carlos mientras bajaba la velocidad antes del peaje. –Porfa roja, saca tres lucas roja de allí.
Marta le pasa tres soles.
–El charapa era cabro. –Dijo por fin Pablo.
–Qué te hizo. –Pregunté.
–Ja, ja, ja, te quizo sodomizar el charapa qué pasó. –Dijo Samuel.
–Esa gente que saca el Petrovich. –Dijo Marta y predíó otro cigarro.
–Petrovich y el Loro no regresaban los putas y el charapa me hablaba y me hablaba no sé qué huevadas de los trocas de la selva. Que habían chibolitas…
–Qué asco. –Dijo Marta.
-…y me preguntó: “te has tirado un cabro?” Le dije que no, tranquilo, siguiéndole la corriente. Y me dijo que el sí, qué como las huevas, y ya me miraba con ojitos cuando felizmente llegaron Petrovich y el Loro. Al día siguiente le conté al Petrovich y el huevón se asustó. Allí fue que comenzó a llamarlo a pedirle los aros pa cortar palitos. El charapa se hacía el huevón lo meció como una semana más y al final nadie lo vio nunca más. Los otros Petrovich lo encuentran en la selva y lo matan.
–Pendejo el charapa. –Dijo Carlos.
Después de pasar el segundo peaje Samuel prendió un wiro gordo y lo acabamos antes de doblar en la trocha. Los baches nos hacían saltar flanqueados por sembríos de algodón seco. Llegamos a la playa. Antes de meter la camioneta en la arena Carlos y Pablo se bajaron a poner la doble tracción y se demoraban.
–Para eso fuman. –Marta seguía ácida y pelaba otra cajetilla de cigarros.
Finalmente Carlos metió la camioneta a la orilla. Bajo el mediodía el mar se había puesto manso y azul. Habían pocos campamentos, grandes grupos de carpas, distanciados entre sí. La gente que se asoleaba y los niños que andaban por allí, nos miraba sin expresión. Más adelante la camioneta espantó una larga bandada de patillos. Carlos aceleró y nos encontramos entre una nube de aves chillonas. Creo que todos nos sentíamos bien. Marta no fumaba.
–¿Ese quiosco? Que raro por acá. –Dijo Carlos.
Más parecía una choza de pescadores que un quiosco aunque tenía un toldo de esteras adelante. Al parecer si vendía cosas porque varios campamentos se habían dispersado alrededor. Carlos dobló hacia él. Una mujer gorda y morena se acercó.
–¿Tiene chelas señora? ¿Ceviche?
–Sí joven quédese por acá no más. Hay música también en la noche. Que raro huele su carro joven.
-Ok, gracias.
Entre todos concordamos el sitio para acampar, a unos diez metros del quiosco. Bajamos y olía a formol.
–Apesta a mierda. Que huevón eres Pablo. –Dijo Marta casi gritando, mientras Pablo habría la tolva. Descargamos primero las carpas, los coolers, las mochilas. Luego armabamos las carpas. La carpa azul y grande Samuel y yo. Marta y Carlos la amarilla. Pablo estaba en la tolva envolviendo el cuerpo con bolsas grandes de basura y cinta gris. Arrastró el cuerpo desde la camioneta, trayendo el vaho de formol.
–Ponlo bien lejos. –Dijo Marta.
El olor a formol era fuerte, tosimos un poco. Pablo arrastró el bulto negro varios a la izquierda donde no habían vecinos.
Cuando terminamos Samuel dijo que había que desintoxicarnos de esa mierda del formol y armó otro wiro gordo. Fumamos la mitad. Marta y Carlos se metieron a la carpa amarilla, los demás entramos al mar un rato. Salimos y seguían en la carpa. Samuel sacó lo que quedaba del wiro y lo terminamos. El sol quemaba y no teníamos sombrillas, entonces nos llevamos un cooler de cervezas al kiosko y empezamos a tomar sentados en una mesa bajo el toldo de esteras. Le compramos cigarros a la gorda para que no se queje. Samuel sacó un mazo de cartas del canguro y jugabamos golpeado sin ganas, mecánicamente. Fumábamos, hablabamos de lo difícil que era conseguir yerba barata en los feriados como estos. Intercambiamos información de chicas que conocíamos y deseabamos. Y luego hablábamos de las últimas que nos habíamos tirado y no habíamos deseado tanto.
Horas después entró un viento suave. La sombra del toldo cortaba en dos la mesa y a un trío de reinas sobre ella. El sol ya había declinado bastante y el mar iba encrespándose un poco, con brillos dorados.
–Ya salieron. –Dije mientras veía como Marta con un bikini negro y Carlos iban de la mano hacia el mar. A Marta se le veía bien, pero el bikini negro no iba con el pelo rojo.
–Marta está buena ¿no? –Dijo Pablo.
–Sí, fuera de que es asada se ha puesto fuerte. –Dijo Samuel.
–Es buena onda Marta –Dije yo.
–Sí, cuando se está bacilando, o cuando se sienta chupar, es de puta madre. –Dijo Samuel.
–¿Se acuerdan cuando era gordita? –Dije yo.
–Sí, era un tamalito antes de estar con Carlos. –Dijo Samuel.
–Pero siempre ha tenido buenas tetas. Ahí viene, ojalá que ahora que ha estado cachando se haya puesto de buen humor. –Dijo Pablo
–¿Carlos adónde va? –Dije yo. –Está corriendo, fácil a pasado algo con Hitchcock.
–Voy a ver. –Dijo Pablo.
Marta llamó a gritos a Pablo y él salió corriendo tras las carpas hacia la playa. Samuel y yo trotamos tras él. Marta estaba en la orilla, Carlos y Pablo en el mar sumergiéndose y nadando desesperados. Del cuerpo ni rastro.
–¿Que ha pasado? –Le pregunto a Marta.
–Cuando nos metimos al mar unos chibolos estaban jugando con el bulto, Carlos les gritó de lejos que lo dejen y se fueron. Cuando salimos, los chibolos corriendo y el bulto negro que se lo lleva el mar. Para qué lo trajo Pablo, qué idiota.
Samuel y yo nos sacamos los polos y nos metimos a buscarlo también. El mar estaba picado. Estuvimos sambullida tras sambullida hasta que oscureció. Nunca había visto mis manos tan arrugadas.
Pablo estaba mudo, muy preocupado. Lo intentamos animar, pero no aceptó el wiro que le pasaba Samuel. Por decir algo le dije que el mar podría botarlo hoy mismo, en la misma playa, por acá cerca. Pablo se levantó en el acto, agarró la linterna y se fue a la orilla.
Dos horas después estabamos alrededor de la fogata ya bien puestos. Nos iluminaron la cara: La sombra de Pablo llegaba arrastrando el cuerpo de una mano. Carlos se paró y ayudo con la otra mano. Lo dejaron al lado de la fogata. Marta prendió un cigarro. El saco azul estaba abierto y empapado, quedaban algunas bolsas pegadas. Entre los cuatro comenzamos a desnudarlo. Marta nos miró un momento, seria, soplando una nube de humo. Luego se rió, tiró el cigarro. Se levantó a recoger la ropa que le pasabamos y la fue extendiendo sobre las carpas.
Nos sentamos los cinco ante la fogata y el cuerpo extendido que se secaba. Bebíamos y fumabamos mientras al frente reventaban las olas en franjas de espuma fosforescente. El brillo del fuego bailaba y hacía sombras sobre la cara de Hitchcock con los ojos cerrados, que reposaba una mejilla fofa sobre la arena. Las gotas bajaban lentamente por la cabeza calva, por la frente húmeda, como si sudara.
jueves, setiembre 29, 2005
En la playa con Hitchcock
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